No me gusta mucho jugar
- Admin
- 17 jun 2022
- 2 Min. de lectura
Pablo Antonio Gabriel Astete Cabrera, 4to Medio
La ensordecedora campana del primer recreo resonando en los helados oídos de todos los presentes, cuyo estruendo reflejaba en cada uno un sentimiento tan único como compartido. En esos días, cada mañana iba poco a poco sintiéndose cada vez más fría que la anterior, y con las manos ocupadas entre cargar mi acelerado corazón y en encontrar el calor pinchándome desesperadamente la nariz, de algo que me salvase del frío, me dispuse a correr; primero hacia la derecha, un largo pasillo lleno de puertas con mareas de niños siendo escupidos de sus salas entre gritos. Luego, la izquierda, mientras mis pasos se hacían cada vez más acelerados, cruzando puertas y puertas mientras dejaba de importarme el frío del que tan desesperadamente intentaba refugiarme con mis manos, ahora empeñadas en la labor más importante de todas antes de que alguno de ellos pudiese alcanzarme; correr.
En unos pasos más, logré cruzar esa puerta blanca, gastada y con vidrios polarizados, definitivamente, otro recreo exitoso. Al tocar suavemente para luego hacerme paso rápidamente dentro, estaba usted, con largo y rizado cabello negro puesto en una alta pero descuidada cola de caballo y un uniforme de tonos fríos combinando a la perfección con el resto de la habitación. Al verme, solía confrontarme en un tono acogedor y reprochador a la vez, diciéndome; “a mí tu no me pareces muy enfermo" para luego suspirar su conformidad y servirme una taza cargada de manzanilla, paz y mi propia soledad. Tomé hasta la última gota de ese desabrido pero sagrado elixir, sentado en la camilla en un silencio absoluto rodeado del incambiable olor a remedios y vendajes.
Y tenía razón, yo no estaba enfermo, mas prefería gastar cada recreo en silencio sentado en una fría camilla con un té sin azúcar, sin amigos y casi sin compañía que me ofreciese tan siquiera una palabra de aliento... "¿Por qué siempre vienes para acá si no estás enfermo? pasa algo?" la escuché hablar de pronto con su usual tono entre un intento de acogedor y visiblemente hastiado mientras sentía el mismo frío, o quizás calor, que un tiempo atrás experimenté mientras me abría paso entre las olas de niños. Con ambas sudorosas manos ocupadas; una para sostener la taza vacía y la otra, para cargar mi acelerado corazón.
Quería quedarme para siempre disfrutando de esa solitaria compañía si eso significaba que pudiesen todos dejarme en paz. Habían razones y razones para repudiar y amar a su vez el estruendo de esa campana, algunas, eran simples, solitarias, repetitivas y con unas cuántas lágrimas; otras, se sentían tan crueles que jamás pude decidir si fue real o simplemente lo soñé una noche templando ante la posibilidad, sea cual fuese en todas las razones siempre estaba solo, con un sudor frío recorriendo mi cara infantil mientras mi espalda tímida se encorvaba cada vez más con los años.
"no quiero que me dejen solo. No quiero morir..."
Pero supongo que nadie tomaría en serio una cosa así viniendo de un niño que apenas entraba y cursaba los seis años, cuyos más grandes monstruos eran unos cuantos gigantes de apenas un metro que hacía poco terminaban de aprender cómo atarse los zapatos. "Nada, solo no me gusta mucho jugar." le respondí.
Comments