Yanina Céspedes
Es impresionante como cosas tan simples pueden matar al ser humano, como por ejemplo, un pedazo de chocolate que tanto amas se estancó en tus vías respiratorias y no te dejó dar un último respiro, o una mala caída, jugando tu deporte favorito, en la que te golpeaste la cabeza con una piedra justo en un mal ángulo y no volviste a abrir los ojos. La muerte es cotidiana.
De la misma forma, cosas muy simples pueden destruir al ser humano, como un comentario inocente en un mal momento, o un “adiós” de alguien a quien aprecias mucho, porque morir y destruir no son lo mismo. Una persona destruida es peor que una persona muerta.
Vivir destruido es vivir muerto, y no estoy hablando de zombis o algún ser de película distópica, estoy hablando de el sentirse vacío incluso cuando la habitación está llena, de que todos te estén dando la mano para ayudarte a pararte y no tener la fuerza para hacerlo.
De sobrevivir, cuando deberías vivir.
Muchos definirían el amor como palmas sudorosas, pulso rápido y sentir que te vas a desmayar, y entiendo el porqué; Toda nuestra vida nos vendieron eso, al menos Disney lo hizo.
Yo creo que es exactamente lo contrario. Es cuando el hielo te cala los huesos, te abriga con su suave manta y te da un beso de buenas noches, algo te levanta de la cama y te invita a dar un paseo nocturno. Es después de tanto ruido, tanto movimiento, poder poner todo en pausa, respirar y cerrar los ojos.
Sentirse en paz.
Solo sentir.
No tiene porqué ser una persona, puede ser un paseo por tu lugar favorito, recibir un cumplido y que te alegre el resto del día, poner música en el auto y cantarla a todo pulmón.
Es tener algo o alguien que, en vez de destruirte, te construya.
Porque, irónicamente, el amor es tan parecido a la muerte, que se fusionan.
El chocolate que tanto amas se puede estancar en tus vías respiratorias y matarte.
Una mala caída jugando tu deporte favorito puede matarte.
Ambos coinciden en el mismo punto.
La muerte es cotidiana.
El amor también.
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