Joaquín Peña
Te miro sin contraste, sin cautela, sin arrepentimiento. Huele a esa cálida
cazuela que siempre preparas, ese aroma que atrapa y no te deja salir de allí,
que te relaja sin antecedentes, que te inspira a seguir adelante y a no mirar
atrás, que te impulsa a no perder la fe en tus metas, en tus sueños, en tus
anhelos, en tus fracasos, en tus derrotas, en la vida. Recuerdo tu pelo, tus
ojos, tu sonrisa blanca como la nieve, tu piel pálida y a la vez cálida. Tu piel
suave como algodón, tu aura feliz y enérgica, tu imponente carácter y
confianza en ti misma, tu bondad y tu compasión por los más débiles, por los
perros y gatos de la calle, por los niños y por los ancianos, por tus ganas de
levantarte cada mañana a trabajar por lo tuyo, por lo mío y por todos.
Recuerdo que siempre cocinabas con gusto y riqueza, con empatía y nobleza.
Recuerdo cuando íbamos a hacer las compras del mes, y comprábamos en el
líder y de cómo íbamos llenos de bolsas en el colectivo, yo quería ayudar,
pero no tenía la fuerza para hacerlo, sin embargo, siempre encontrabas la
forma de arreglar los problemas, ya que eras una persona positiva y alegre,
me contagiaste eso y ahora siempre veo el vaso medio lleno. Me enseñaste a
ser perseverante y ver el fracaso como una oportunidad de empezar de
nuevo y con más fuerza, me enseñaste a ser mejor persona y tener empatía
con los demás, de perdonar aunque duela, que la mejor venganza es ignorar
y seguir en lo tuyo, que si tienes un sueño tienes que perseguirlo sin importar
lo que digan los demás, mientras otros se divierten tú tienes que trabajar en
ti mismo y por sobre todo ser siempre tu mismo y no tratar de encajar para
impresionar a otros porque a veces las amistades son pasajeras y por algo
quedaron en el pasado, me enseñaste que no hay que compararse con los
demás si no contigo mismo, porque todos tienen sus propias vidas y tú tienes
que preocuparte de ser mejor de lo que fuiste ayer.
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